viernes, 22 de diciembre de 2006

Gonzalo Jaurena: 17 años de su asesinato

Nadie puede saber qué cosa es aislamiento sensorial sin haberlo padecido, o al menos sin haber escuchado a Héctor, el viejo. Dicen que las rejas vuelven a los hombres elocuentes, pero aquello a lo que fue reducido Héctor durante su prisión consiguió enmudecerlo y hacerle intraducibles las voces humanas, incluida la suya propia. Fue una cruel aunque temporal victoria para la dictadura. Era Uruguay, era la falsa democracia de Pacheco Areco y era 1971.
Miriam lo recuerda altivo e intransigente antes del carcelazo; tipo recio, casi feroz, con esa vitalidad sin aspavientos propia de quienes saben que es posible y preferible ganar un combate sin necesidad de utilizar los puños. Docentes ambos, y ambos discretos militantes de una izquierda que no podía expresarse abiertamente porque las botas y la cárcel permanecían a la distancia de un allanamiento o una delación, descubrieron con amargura que el ajedrez político del país se les convertía en intrincado dilema. Quien fuera o se sintiera socialista podía a) limitarse a ejercer un apostolado silencioso, intelectual, contemplativo, sin conexión con la realidad; b) echarse a nadar en el pesado fango del activismo a sangre y fuego en el que militaban los Tupamaros, o c) incorporarse a aquel sistema político con apariencia legal, lanzarse a hacer proselitismo y esperar que la estrategia del avestruz funcionara: no quiero ver la dictadura, no hay dictadura.
Campeones de la simplificación, los gobiernos derechistas del continente se las arreglaron para meter a los militantes de todas esas variaciones de la izquierda en una sola bolsa, y el gobierno uruguayo adoptó gustoso la fórmula: izquierda es comunismo, comunismo es guerrilla, guerrilla es Tupamaro y Tupamaro que se deje capturar debe morir, pasarla muy mal o primero esto y después lo anterior.
Miriam y Héctor sabían que la expresión lucha de clases podía significar y sugerir cosas distintas según la conveniencia –y a veces el temperamento- de cada quien. “La existencia misma de clases presupone lucha de clases”, retumbaba el discurso de los manuales. Pero la realidad dejaba ver más claramente otro pasaje del mismo manual: para los oprimidos, luchar no es limitarse a existir sino cumplir con la alta misión de asaltar el poder por cualquier vía. Y el verbo “asaltar” olía a pólvora, con Lenin o sin Lenin de por medio.
Otra máxima del marxismo-leninismo: sólo puede utilizarse la vía violenta cuando estén dadas las condiciones objetivas y cuando se hayan agotado las otras vías. Los Tupamaros, enfrentados en todos los terrenos a la locura neofascista que les arrebataba la patria, decidieron que si no estaban dadas esas condiciones que abrían las compuertas a la Revolución entonces era preciso crearlas. En este punto quedaba trazada la línea que separaba a Héctor de ellos. Según su visión del mundo era menester dejar que la Historia cumpliera sus etapas y sus ciclos antes de abrir las compuertas. El foquismo le olía y le sonaba a apresuramiento, y éste le sonaba y le olía más irresponsable que puramente juvenil.
Entre ser socialistas de clóset, socialistas de acción y volverse avestruz, Héctor decidió practicar las artes del equilibrismo en una delgada cuerda: proclamaba y explicaba abiertamente sus convicciones, se reunía para conversar con algunos amigos suyos, Tupamaros fichados y reconocidos, pero sin participar en las actividades del movimiento. Probablemente no le pasó por la mente que tener fama de Tupamaro podía ser tanto o más peligroso que serlo.
Un día, uno de aquellos amigos le pidió que lo acompañara en su automóvil para trasladar “algo” a un barrio de Montevideo, tan sólo eso. Un recorrido de pocos minutos dentro de la ciudad, en un automóvil; una conversación sobre cualquier cosa, la entrega de ese “algo” en el sitio indicado y regreso de cada hombre a su respectivo hogar.
Esa noche las autoridades militares allanaron su vivienda, hicieron preguntas, decomisaron unos libros. Aparte de eso, nada peligroso o comprometedor encontraron, pero se lo llevaron a él. Era noviembre de 1971.
Nadie puede saber qué cosa es aislamiento sensorial sin haberlo padecido, o al menos sin haber hablado con Héctor, el viejo.
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Como educadora de varios años, Miriam tenía algunos privilegios dentro del liceo en que daba clases. Uno de ellos era el no poder ser removida de su cargo, y fue precisamente el primero que le arrebataron. La directiva de la institución y los padres de algunos de sus alumnos consideraron que ser educado por un Tupamaro o por la mujer de un Tupamaro iba contra las aspiraciones de la familia uruguaya promedio: la paz de quienes no se meten en política, el derecho de los hijos a recibir una formación más o menos cristiana y respetuosa de la figura de la autoridad. Y, por supuesto, para el liceo tampoco era una circunstancia precisamente chic esa de contar en su plantel de profesores con algún comunista vigilado por el Gobierno.
En febrero de 1972, Miriam obtuvo al fin el permiso para visitar a su marido en la cárcel. Hasta ese momento sólo tenía noticias suyas por boca de algún militar de mediano rango, quien estaba autorizado para informarle que Héctor estaba con vida pero que no podían verlo ni hablarle. Tres meses después se flexibilizó esa orden y Miriam acudió a visitarlo.
Ese día fue con su cuñada. Las hicieron entrar por un pasillo hasta un recinto donde los presos recibían a sus familiares. Nada de particular. Una mesa larga que dividía la habitación, unas sillas del lado de allá para que se sentaran los presos y otras del lado de acá para los visitantes. Miriam y su cuñada caminaron lentamente desde un extremo de la mesa hasta el otro, y cuando llegaron al final se alarmaron porque no vieron a Héctor. Al devolverse se fijaron en un hombre desconocido que les hacía señas. Sí lo habían visto pero no lo habían reconocido a primera vista: era un Héctor demacrado, alguien apenas parecido al hombre robusto que los milicos se llevaron de su casa hacía tres meses.
Así lo habían torturado (y habrían de torturarlo durante dos meses más) durante todas esas semanas: lo confinaron en un cuarto con los ojos vendados, las manos atadas detrás del cuerpo, los oídos clausurados con parafina y el cuerpo suspendido bocabajo en una malla que le impedía tocar el piso. Una vez al día le llevaban algo para comer en un plato que colocaban justo al alcance de su boca; los alimentos debía atraparlos en esa posición a través de la malla. La noción del tiempo era el recuerdo de unas agujas que giraban, pero en aquella isla antisensorial la velocidad de rotación de esas agujas tenía la textura de los fantasmas: adiós a los días, adiós al hábito de esperar y almacenar fechas. Las pulsaciones de su universo eran un ámbito de oscuridad, silencio, dolor e incomodidad. La palabra que más se acerca al significado de ese tormento y a su enormidad se llama pánico.
Pero el pánico a secas suele durar unos segundos, quizá un par de minutos que son eternos. De pánico se llena el momento en que nos persigue el criminal armado dispuesto a liquidarnos, el instante inverosímil en que presenciamos la muerte del ser amado, el vapor que sopla en el rostro cuando el automóvil que conducimos pierde los frenos a 140 por hora. El aislamiento sensorial obliga a multiplicar esa angustia por la cantidad de minutos represada en seis meses de cárcel.
Cuando salió en libertad, en abril de 1972, no podía caminar y las primeras voces humanas que escuchó le parecían ronquidos indescifrables. La suya propia se le antojó ruidosa, llena de unos acentos y sonidos sin significado y un poco estúpida. Optó por no hablar. Costó mucho tiempo y el trabajo dulce y dedicado de un terapeuta la hazaña de incorporarse de nuevo al abc de la vida, al simple y cotidiano reino de los seres que se desplazan, comunican ideas, entienden y se hacen entender.
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Los hijos, Andrea y Gonzalo, estaban demasiado pequeños para comprender y –por lo tanto- padecer la situación; tenían dos y cuatro años. Aún en etapa de recuperación, e inmunizado contra el hecho de haber sido un profesional que había estudiado Medicina e impartido clases de Física, Héctor comenzó a ganarse la vida reparando televisores y otros artefactos eléctricos. Miriam, ahora también ex profesora, se dedicó a tiempo completo a moldearles unos hábitos, una personalidad y un ambiente propicio a los niños, lo cual no dejaba de ser una buena noticia.
Prácticamente desde la excarcelación de Héctor comenzaron a pensar y hablar con los códigos, las esperanzas y el tono propio de los exiliados; Uruguay era un sitio apto sólo para largarse de allí, a menos que uno fuera el típico imbécil que se deja arrear dócilmente para no molestar a la tiranía, o ese otro imbécil que no se opone a nada porque no sabe qué diablos está sucediendo en el país, y al final cuando llega a saberlo sencillamente no le importa. Héctor y Miriam no eran esa clase de personas, pero tampoco eran esa otra clase a la cual le sobraban recursos y conexiones para marcharse muy lejos y de inmediato.
El vistazo a los regímenes gobernantes en los alrededores cercanos no era lo que se dice auspicioso. Argentina era una especie de Uruguay aunque más aplastante. Chile vivía el increíble paroxismo de un Pinochet elevado al carácter de campeón del anticomunismo en toda Suramérica, y haberse ganado ese título en un continente lleno de gorilas no era poca cosa. Paraguay era Stroessner, la Bolivia de Bánzer casi no era un país, Brasil andaba en lo mismo y además le oponía la barrera del idioma a una familia habituada a ganarse el pan mediante el uso de la palabra en idioma castellano.
Justamente esos grandes pedazos de Latinoamérica eran el hogar del Plan Cóndor, ese engendro que unía a las fuerzas militares del continente. Los militares de cada uno de esos países prácticamente tenían jurisdicción en los demás. Estar fichado como comunista en Uruguay y “huir” hacia Argentina era como ser apresado en casa, en el menos desafortunado de los casos; el catálogo de crímenes que los milicos del Sur confeccionaron contiene la historia de los legisladores uruguayos Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez. Avestruces de corazón, hicieron exactamente ese recorrido y allá fueron asesinados. Como si estuviera en casa.
Miriam suele resumir aquella sensación con un enunciado que tiene sonoridad y fragancia de ley de vida: “Es más cómodo cuando odias a un dictador porque así personalizas tu rabia. Pero cuando se trata de todo un sistema como aquella comunión de dictaduras, no hay una persona o cosa física en la cual depositar tu arrechera, así que se te vuelve una presencia opresiva, insoportable”.
Héctor optó entonces por apuntar las miras más hacia el norte, y allá despuntaban los nombres de dos países con economías fuertes y cierta aura de estabilidad: Costa Rica y Venezuela. Tres años transcurrieron antes de que Héctor estableciera contacto y amistad con el embajador venezolano en Montevideo, y unos pocos encuentros para que le hiciera saber de sus planes de establecer residencia en Caracas.
A principios 1976 todo caminaba rápidamente en esa dirección. Pero las dictaduras tienen el poder de ensombrecer las caminatas del optimismo.
En aquel estado de guerra interna posterior al Golpe de Estado propiciado por Pacheco alcanzó alguna notoriedad una maestra uruguaya de nombre Elena Quinteros, una mujer de 32 años vinculada con los Tupamaros. Asediada en su hogar, en su trabajo y en las calles, Elena irrumpió una tarde a toda velocidad en la sede de la embajada de Venezuela en Montevideo. Se encontraba ya dentro del recinto, bajo protección y custodia de Venezuela según lo que indica lo más básico del derecho internacional, pero sus perseguidores entraron en pos de ella, se enfrentaron a los vigilantes y la arrestaron. El gobierno venezolano dirigió a Uruguay una furibunda protesta y dos días después rompió relaciones diplomáticas con ese país.
A Elena Quinteros no volvió a verla nadie nunca más. Ni muerta ni con vida.
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Con la partida de su amigo el embajador, justo antes de que le fueran entregados la visa y el permiso de residencia, Héctor sintió que sus planes daban un traspié, pero las gestiones para su viaje a Venezuela quedaron muy adelantadas. No había dado tiempo para hacer lo propio con Miriam y los niños, pero a Héctor le faltaba sólo la visa y el boleto aéreo para mudarse de país.
El trago amargo final para Héctor lo representó el trámite truncado de la visa. En Uruguay había entonces dos tipos de cédula de identidad: una blanca para los ciudadanos no fichados o con cuentas pendientes con la dictadura, y una amarilla que era el emblema de los perseguidos, la campana de la ignominia que debe sonar del leproso, la cruz de ceniza en la frente de los Aurelianos. Héctor guardó hasta su muerte, con justificado orgullo, su cédula amarilla.
Para la fotografía del pasaporte los hombres debían prescindir de la barba y el bigote. Sólo se permitía un tipo de mostacho muy delgado que caricaturizaba muy bien a Jorge Negrete. Una humillación menor, posiblemente la única que movía a risa en medio de las muchas brutalidades oficiales.
Héctor partió y llegó a Venezuela el primero de enero de 1977. Seis meses más tarde lo alcanzó su familia. Su sentimiento inicial fue, porque tenía que serlo, de gratitud hacia el gobierno socialdemócrata de Carlos Andrés Pérez.
Doce años más tarde ese mismo personaje, Presidente de Venezuela por segunda vez, habría de hacerlo cambiar esa gratitud por lágrimas, rabia y espanto.
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Los hombres que han protagonizado gestas heroicas suelen relatárselas a sus hijos para inculcarles sustancia patriótica, ese combustible de la nobleza, el temple, el orgullo familiar y el honor. La expresión “tener algo que contarle a los nietos” no es, de ninguna manera, una metáfora.
Gonzalo conoció los detalles del martirio de su padre, Héctor Jaurena, pero por boca de otros; la cautela le indicaba al viejo que regodearse delante del muchacho con el relato de sus padecimientos y los de sus camaradas podía enardecer en demasía al muchacho, ya de por sí bastante temperamental y sensible a las proezas que han esculpido la historia de los pueblos.
“Trataba de no hablar mucho con él de política”, me dijo Héctor una tarde caraqueña. “Gonzalo era activista de grupos estudiantiles de izquierda, y eso me enorgullecía. Yo nunca le hice saber de este orgullo, aunque tampoco traté de inhibirle sus inclinaciones. Me limitaba a recordarle que Venezuela nos había dado refugio y oportunidad de levantar el hogar en un momento difícil, cuando nos tocó abandonar nuestro país, y no nos convenía meternos en problemas con el gobierno venezolano”. Sabía, además, que los mecanismos de la represión podían ser igualmente inhumanos en las dictaduras y en estas tambaleantes democracias latinoamericanas, a medio construir y conducidas de acuerdo con esquemas donde el grito de los pobres y los rebeldes era un asunto molesto y pecaminoso.
Al ocultarle los pormenores de su calamidad, Héctor buscaba mantener a Gonzalo a salvo de los riesgos que lo habían sumergido a él en esa pesadilla de su madurez temprana. Ya llegaría el momento en que Gonzalo padecería una fulminante y definitiva pesadilla en su juventud.
Esa misma que habría de arrastrar a Héctor a la pesadilla de su vejez.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Felicitaciones por su articulo. Las pocas líneas que he leido son una descripción precisa del espiritú del compañero y amigo entrañable Gonzálo Jaurena (amigablemente:Gonzalito) y la época que vivió.
Gracias, por alimentar la memoria colectiva con el ejemplo humano de seres de tan alta integridad personal.Es mi convicción que a seres como él se refería Einstein con su pensamiento: " NO existe mejor clase que el ejemplo".