De semejante punto de partida nacen aberraciones como esa de considerar filantrópica la “obra” del “maestro” Abreu, porque dizque enseñar a los carajitos a tocar oboe, fagot y violín los aleja de la delincuencia. Ya lo sabe: si en lugar de eso usted estimula a su chamo a tocar tambor, cuatro o maracas, le saldrá delincuente. Por eso a los músicos, directores y jalabolas de las orquestas sinfónicas (y al “maestro” Abreu) se les paga tan bien, mientras que los cultores del tamunangue y el calipso tienen que mamarse un tornillo: la música “culta” eleva el espíritu (y los números de la cuenta bancaria de Abreu); la música esa de negros, en cambio, fomenta la vagancia, el malandreo y las malas costumbres.
Les juro que el tema de esta columna no son las orquestas sinfónicas del “maestro” ni el arrase multimillonario de proyecto tan estúpido y contranatura como ese. Lo que pasa es que medio rocé el tema y me hizo arrechar antes de tiempo.
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A lo que iba. Muchos de nosotros creemos (o mejor dicho: parece que lo sabemos) que la Cultura es hechura de pueblos y no de elegidos. Que la cultura la hace la gente en su diario construir de sociedades, y no un puñado de grupos y personas a quienes hay que pagarles para que produzcan bienes culturales. Al parecer lo sabemos. Sin embargo, desde que tenemos a un aliado en la jefatura del Estado, y a otros en algunas instancias tipo alcaldías o gobernaciones, hablamos y nos comportamos como si eso de Cultura fuera una vaina que el Gobierno debe hacer y fomentar para que el pueblo se divierta. Y a veces algo más grave aún: tendemos a sospechar que los ciudadanos tenemos un problema de "falta de cultura", y que esa es la razón por la cual hay embarazos adolescentes, violencia, malandreo, consumo de drogas, irrespeto a las leyes de tránsito, malos hábitos a la hora de botar la basura, etcétera.
Tendemos entonces también a casarnos con la idea según la cual la misión de una gestión de Cultura de equis alcaldía o institución, consiste en darle a la gente "la cultura que no tiene". Como la gente "es inculta", entonces venimos yo y mi gestión y le proporcionamos insumos para volverla culta. Le pedimos al “maestro” que cree una orquesta sinfónica por cada cuadra: “cul-tu-ri-za-mos” a los pobres, indios y negros y entonces de pronto a los carajitos ya no les provoca fornicar a los 11 años, empezamos a botar la basura en su sitio, respetamos las leyes de tránsito, no nos carcajeamos sino que musitamos una risita con la punta de los dedos sobre los labios, se nos quitan esas terribles ganas de echarnos las cervezas en la esquina, se nos quitan esas (más terribles aun) ganas de escuchar salsa, joropo o vallenato, y nos volvemos otra vez los propios respetuosos de la cultura blanca, porque no hay pobre culto sino pobre espectador y esclavo obediente: cállate el hocico, perro, el amo está escuchando un recital.
Todo eso es un insulto a nuestra gente, de esa forma piensan quienes han gobernado este país por 500 años: esos son el lenguaje y la actitud del enemigo, ni más ni menos. Pero por alguna razón nosotros, defensores y propulsores de una Revolución o de algo que puede llegar a serlo, nos gusta seguir midiendo a los nuestros con esa vara. Seguimos creyendo que la cultura es algo que debe mostrarse en una tarima, en un anfiteatro, en un proscenio, y les negamos a ciertas manifestaciones de la cultura cimarrona, bravía y poderosa de nuestra gente, la condición misma de expresión genuina de una herencia social. En lo personal, yo llevo más de 20 años presenciando (y recordando el día infame en que debí caer en plan de víctima, pobre montuno recién llegado de Carora) la manifestación más ruda y vigorosa del carnaval caraqueño: La Piscina, esa práctica indolente en la cual los muchachos de ciertas zonas abren un hueco gigante en la tierra, lo llenan de orines, pintura, harina, huevo y en ocasiones hasta agua y otros líquidos innobles, esperan a que pase cerca de ahí alguien vestido para otra ocasión que no sea el bravo carnaval caraqueño y lo arrastran sin misericordia hacia la fulana piscina, donde su vestimenta y su dignidad quedan literalmente hechas mierda.
(Dije misericordia, y bien puesto está ahí: la misericordia es un sentimiento asociado a la lástima del que tiene por el que no tiene; el ser que da limosnas puede que sea un hijueputa pero es misericordioso, y misericordia es lo que exige el catolicismo a sus oficiantes).
El Estado jamás reconocerá ese tipo de manifestación popular como cultura. Quizá tenga que ver con que no hay forma de financiar ni de sacar provecho económico de ella. Cosa que sí es viable y factible con esperpentos ajenos a nosotros como pueblo tipo carrozas, reinas del carnaval, bailes, conciertos. Jamás verá usted una pancarta de Polar que anuncie: “Este sábado 8, gran bañada de pintura y guerra de bombas de agua contra los güevones que pasan”. No, siempre es más “culto” y susceptible de financiamiento coronar a una “reina” que lance caramelos y papelillos.