Yo me contenté mucho hace dos semanas. Me entró, no un fresquito, sino una oleada de gélida frescura, cuando Chávez repateó y reputeó a los dueños de la iglesia católica en Venezuela. Pocos días después la sonrisa se me desvaneció cuando vi el acto ese del panteón nacional, donde un cura (¡otro cura!) presidía el show (misa) con motivo de la reinstalación en urna nueva de los restos de Simón Bolívar. Patear a los curas y después rendirle honores a Dios es como patear al violador y después rendirle honores a la violación. ¿Para qué arremeter contra los curas si al final nos aplicamos a reproducir su discurso, a decir exactamente lo que dicen ellos y a adorar lo que ellos nos ordenan adorar, en vivo y directo y en cadena nacional?
El problema mayor con los curas no es que sean antichavistas, ni que sean conspiradores, ni que violen niños, ni que tengan un enorme poder, ni que su máximo jefe haya sido nazi y sus antepasados inquisidores. El problema con esos tipos es lo que son: perpetuadores y beneficiarios de la mentira más grotesca, abominable, digna de risa y al mismo tiempo escabrosa de todos los tiempos. Estos parásitos cobran un sueldo por recordarle a la gente que si se porta bien va para el cielo y si se porta mal entonces viene el diablo y se lo lleva para el infierno. Les suplico que a estas alturas del campeonato no venga a nadie a tratar de convencerme de que las religiones son algo distinto a eso: un ritual, un sistema, un ceremonial de mierda destinado a entrenar a la gente para que esté arrodillada, hincada de cabeza contra el piso o permanentemente temerosa de robarles a los ricos, decir groserías, incomodar a las refinadas clases dominantes o mirarle el culo a la mujer del prójimo, porque verga, los castigos eternos duran mucho y duelen.
En este mundo dominado por mitos, los curas viven como faraones, cobran sueldos, exigen respeto y gozan de privilegios por hacer una tarea: salvarle el alma. Evitar que usted cuando muera arda en un candelero horrible que es el infierno.
***El problema mayor con los curas no es que sean antichavistas, ni que sean conspiradores, ni que violen niños, ni que tengan un enorme poder, ni que su máximo jefe haya sido nazi y sus antepasados inquisidores. El problema con esos tipos es lo que son: perpetuadores y beneficiarios de la mentira más grotesca, abominable, digna de risa y al mismo tiempo escabrosa de todos los tiempos. Estos parásitos cobran un sueldo por recordarle a la gente que si se porta bien va para el cielo y si se porta mal entonces viene el diablo y se lo lleva para el infierno. Les suplico que a estas alturas del campeonato no venga a nadie a tratar de convencerme de que las religiones son algo distinto a eso: un ritual, un sistema, un ceremonial de mierda destinado a entrenar a la gente para que esté arrodillada, hincada de cabeza contra el piso o permanentemente temerosa de robarles a los ricos, decir groserías, incomodar a las refinadas clases dominantes o mirarle el culo a la mujer del prójimo, porque verga, los castigos eternos duran mucho y duelen.
En este mundo dominado por mitos, los curas viven como faraones, cobran sueldos, exigen respeto y gozan de privilegios por hacer una tarea: salvarle el alma. Evitar que usted cuando muera arda en un candelero horrible que es el infierno.
No, camaradas, los curas no son buenos porque se declaren chavistas. Déjense de pendejadas. Los únicos curas buenos son los que se ponen del lado del pueblo como un activador más, haciendo uso de sus manos y su cuerpo y no de la pretendida supremacía que le da el ser representantes de Dios en la tierra. Los curas buenos de los que tengo noticia se llaman Francisco Wuytack y Matías Camuñas. No sé de otros sacerdotes que dejaron de disfrazarse con una sotana, se dejaron de mariqueras y salieron a construir sociedad junto al pueblo pobre. Debe haber muchos casos pero yo sólo sé de estos maravillosos ejemplares humanos.
Al inmenso Wuytack le deben las penúltimas generaciones de La Vega buena parte de su personalidad guerrera y su vocación para construirse contra la adversidad. La Vega existe porque su gente, los fundadores de sus barrios (y el cura belga con ellos) combatieron y derrotaron a los gobiernos, a la policía, a una fábrica de cemento que condenó a muerte o a la discapacidad a muchas personas, y a una naturaleza que cuando no los ahogaba los mataba de sed.
Al gigantesco Camuñas le debe Petare el asombro y la gratitud de ver como un señor español desafió al Estado en el momento de la masacre más abominable del siglo 20 venezolano, se abrió paso entre tombos y cadáveres y le mostró al mundo la profundidad de un crimen (hoy una zorra de clase media cobra en dólares por aquellos muertos, pero donde haya un petareño vivo se sabrá que el negocio llamado Cofavic fue al principio una gesta noble de un caballero llamado Matías Camuñas).
***
El temor a Dios tiene cura (y obispo, y papa, y cardenal). Posiblemente también la adoración desmedida de seres humanos; de héroes mitificados y elevados a categoría de ídolos. Algún día tendremos que curarnos, como pueblo, de ciertas supercherías. Pero lo que tenemos hoy, esto a lo que pertenecemos, es una humanidad entrenada para obedecer, temer y postrarse ante entidades o seres “superiores”. Muy rejodido tiene que estar todo esto para que un pobre columnista como este que escribe, se vea en la necesidad de decirles o recordarles a sus lectores (ustedes, gente más o menos racional y con los pies en tierra, según creo) que el diablo y el infierno no existen. Y que por lo tanto Dios y el cielo tampoco.
Declaración tan perogrullesca y sencilla como esa es capaz de estremecer de indignación a alguna gente que uno creía sana del cerebro. Carajos que dicen ser revolucionarios y comunistas pero le exigen a uno que respete “las sagradas tradiciones del pueblo”, como esa de creer que existe un ser todopoderoso que te vigila, te salva o te castiga dependiendo del tamaño de las cagadas que cometes, y por lo tanto está chévere que aquí se le rina honores a San Juan, la Cruz de Mayo y San Antonio de Padua y del Táchira.
Hay que acabar con el capitalismo pero el pueblo tiene derecho a ser dominado desde sus miedos más profundos. Dales plata y trabajo a los pobres, pero dales también un crucifijo para que recuerden quién manda desde allá desde la Casa Blanca del cielo: métete con la limosna pero no con el santo.
***
¿Y qué tal Simón Bolívar? Estuve observando en Globovisión el análisis que hizo una momia viviente, casi tan vieja como los huesos de Bolívar, aunque un poco más deteriorada, acerca de la impertinencia que significó el mostrar la osamenta del Libertador en televisión. No deja de tener altura y profundidad el punto de vista de la doña, una Mercedes Pulido de Briceño. Vale la pena desmenuzarlo (un día lo haremos con más cancha), no tanto por sus dosis de verdad sino por la cantidad de interesantes datos que aporta acerca de los vericuetos sicológicos de su clase. Por cierto que de la sicología de masas, de Jung y otros miriñaques se aferra, para soltar este dictamen: las naciones necesitan mitos que los unifiquen, figuras que las representen para que en su diversidad sean una sola. Sostiene la vieja que Chávez, al mostrar los huesos del Libertador, le propinó un duro golpe a la conciencia colectiva de los venezolanos, quienes hasta ahora teníamos una imagen profunda y venerable del símbolo Bolívar y ahora, de pronto, lo que tenemos es la imagen de un esqueleto. Eso tiene un nombre: desacralización. Chávez desacralizó a Bolívar y a la doña (que se parece mucho a la palabra "sacra") está espantada por ello.
Dice la Pulido que el quitarnos la imagen que nos habían inculcado para mostrarnos “lo que hay” (unos huesos igualitos a los nuestros: las calaveras todas blancas son) ha de interferir con nuestro sentido colectivo de nacionalidad y de unidad, que ese golpe al centro de nuestro mito fundacional es disgregador. Fue muy bueno escucharle eso a una vaquita sagrada de la sociedad burguesa en proceso de derrumbe, porque ese dato ya lo sabíamos o lo sospechábamos: para mantener a un pueblo “unido” las hegemonías se valen de fábulas, mentiras galvanizadas por la costumbre, de ídolos terribles, seres omnipotentes y seres humanos gloriosos, para consolidarse y perpetuarse. Lo único que nos hace “iguales” a los esclavos y a los amos es el sentimiento nacional encarnado en Bolívar: lo venezolano tiene raíz y fundación en el Padre de la Patria, así que un pobre indigente es igual a Guillermito Zuloaga (¡su hermano pues!) porque ambos nacieron en la misma patria, que casi-casi es lo mismo que decir de la misma madre, y del mismo padre Libertador. Dios, la patria y Bolívar, o muerte de la nacionalidad: venceremos.
Lo único bueno de todo esto es descubrir o recordar que los ricos también tienen miedos irracionales… sólo que los saben manipular mejor que nosotros.
Al inmenso Wuytack le deben las penúltimas generaciones de La Vega buena parte de su personalidad guerrera y su vocación para construirse contra la adversidad. La Vega existe porque su gente, los fundadores de sus barrios (y el cura belga con ellos) combatieron y derrotaron a los gobiernos, a la policía, a una fábrica de cemento que condenó a muerte o a la discapacidad a muchas personas, y a una naturaleza que cuando no los ahogaba los mataba de sed.
Al gigantesco Camuñas le debe Petare el asombro y la gratitud de ver como un señor español desafió al Estado en el momento de la masacre más abominable del siglo 20 venezolano, se abrió paso entre tombos y cadáveres y le mostró al mundo la profundidad de un crimen (hoy una zorra de clase media cobra en dólares por aquellos muertos, pero donde haya un petareño vivo se sabrá que el negocio llamado Cofavic fue al principio una gesta noble de un caballero llamado Matías Camuñas).
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El temor a Dios tiene cura (y obispo, y papa, y cardenal). Posiblemente también la adoración desmedida de seres humanos; de héroes mitificados y elevados a categoría de ídolos. Algún día tendremos que curarnos, como pueblo, de ciertas supercherías. Pero lo que tenemos hoy, esto a lo que pertenecemos, es una humanidad entrenada para obedecer, temer y postrarse ante entidades o seres “superiores”. Muy rejodido tiene que estar todo esto para que un pobre columnista como este que escribe, se vea en la necesidad de decirles o recordarles a sus lectores (ustedes, gente más o menos racional y con los pies en tierra, según creo) que el diablo y el infierno no existen. Y que por lo tanto Dios y el cielo tampoco.
Declaración tan perogrullesca y sencilla como esa es capaz de estremecer de indignación a alguna gente que uno creía sana del cerebro. Carajos que dicen ser revolucionarios y comunistas pero le exigen a uno que respete “las sagradas tradiciones del pueblo”, como esa de creer que existe un ser todopoderoso que te vigila, te salva o te castiga dependiendo del tamaño de las cagadas que cometes, y por lo tanto está chévere que aquí se le rina honores a San Juan, la Cruz de Mayo y San Antonio de Padua y del Táchira.
Hay que acabar con el capitalismo pero el pueblo tiene derecho a ser dominado desde sus miedos más profundos. Dales plata y trabajo a los pobres, pero dales también un crucifijo para que recuerden quién manda desde allá desde la Casa Blanca del cielo: métete con la limosna pero no con el santo.
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¿Y qué tal Simón Bolívar? Estuve observando en Globovisión el análisis que hizo una momia viviente, casi tan vieja como los huesos de Bolívar, aunque un poco más deteriorada, acerca de la impertinencia que significó el mostrar la osamenta del Libertador en televisión. No deja de tener altura y profundidad el punto de vista de la doña, una Mercedes Pulido de Briceño. Vale la pena desmenuzarlo (un día lo haremos con más cancha), no tanto por sus dosis de verdad sino por la cantidad de interesantes datos que aporta acerca de los vericuetos sicológicos de su clase. Por cierto que de la sicología de masas, de Jung y otros miriñaques se aferra, para soltar este dictamen: las naciones necesitan mitos que los unifiquen, figuras que las representen para que en su diversidad sean una sola. Sostiene la vieja que Chávez, al mostrar los huesos del Libertador, le propinó un duro golpe a la conciencia colectiva de los venezolanos, quienes hasta ahora teníamos una imagen profunda y venerable del símbolo Bolívar y ahora, de pronto, lo que tenemos es la imagen de un esqueleto. Eso tiene un nombre: desacralización. Chávez desacralizó a Bolívar y a la doña (que se parece mucho a la palabra "sacra") está espantada por ello.
Dice la Pulido que el quitarnos la imagen que nos habían inculcado para mostrarnos “lo que hay” (unos huesos igualitos a los nuestros: las calaveras todas blancas son) ha de interferir con nuestro sentido colectivo de nacionalidad y de unidad, que ese golpe al centro de nuestro mito fundacional es disgregador. Fue muy bueno escucharle eso a una vaquita sagrada de la sociedad burguesa en proceso de derrumbe, porque ese dato ya lo sabíamos o lo sospechábamos: para mantener a un pueblo “unido” las hegemonías se valen de fábulas, mentiras galvanizadas por la costumbre, de ídolos terribles, seres omnipotentes y seres humanos gloriosos, para consolidarse y perpetuarse. Lo único que nos hace “iguales” a los esclavos y a los amos es el sentimiento nacional encarnado en Bolívar: lo venezolano tiene raíz y fundación en el Padre de la Patria, así que un pobre indigente es igual a Guillermito Zuloaga (¡su hermano pues!) porque ambos nacieron en la misma patria, que casi-casi es lo mismo que decir de la misma madre, y del mismo padre Libertador. Dios, la patria y Bolívar, o muerte de la nacionalidad: venceremos.
Lo único bueno de todo esto es descubrir o recordar que los ricos también tienen miedos irracionales… sólo que los saben manipular mejor que nosotros.