martes, 24 de noviembre de 2009

La patria, la invasión gringa y la guerra con Colombia

Noto en el chavismo una preocupación, en algunos genuina y en otros puro teatro, ante la perspectiva (hipótesis o probable escenario) de que Estados Unidos nos invada a coñazos de misil. Dicen que las bases gringas que instalarán en Colombia son para eso.
Hay otra preocupación por ahí reflotando, hija o hermana gemela de la anterior, según la cual la coñiza ha de ser primero o al mismo tiempo con Colombia. Vamos primero con lo de la invasión, y después le damos a lo del peo con Colombia.

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El Sambil de La Candelaria será inaugurado en los próximos meses. Es ese mismo centro comercial que el presidente Chávez ordenó parar “de inmediato” varias veces. Allí dentro habrá un MacDonald's y otras franquicias más de las muchas que financian la miseria y la guerra en el mundo, pero el chavismo oficial ha dicho que, previo acuerdo con la familia Cohen, será un centro comercial socialista porque allí dizque habrá salas para eventos y culturales y tal. Quedan todos cordialmente invitados a su fastuosa inauguración.
Eso sí: cuando usted, chavista-pesuvista, vaya a inaugurar "eso" que nos han vendido como un Centro Comercial Socialista pues relájese y goce, como recomienda el sádico del chiste: abre las piernas, respira hondo y entrégate, güevonote, y acostúmbrate a la idea de que la invasión gringa ya empezó sin echar ni un solo tiro. Anda, sigue mirando al cielo y al océano esperando portaaviones y bombas, y no veas la bomba capitalista cobrando auge en la "Caracas Socialista". Sigue cayéndote a mojones.


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Que se sepa, los gringos invaden países para imponerles sus reglas, su way of life, para minar de empresas capitalistas los territorios ocupados y para que el gobierno tal no deje de venderle petróleo. ¿Qué falta les hace venir a echar tiros donde pulula tanto mamagüevo que viene a hablarte de socialismo montado en una camioneta blindada, y a exigirte conductas éticas mientras otorga permisos para seguir construyendo sambiles? ¿Para qué un misil sobre una ciudad cuya juventud le rinde culto a la droga y donde Antonio Ledezma tiene seguidores? ¿No es ese el ideal de joven pujante, chévere y exitoso que Hollywood nos vende a cada rato? ¿Qué way of life nos van a imponer si aquí los chamos siguen soñando con ser profesionales, mudarse del barrio para-mejorar-su-calidad-de-vida, donde el sifrineo juega a sus anchas en las urbanizaciones y en los cerros?

Este blog se llama El Discurso del Oeste por homenaje y en honor de una vocación caraqueña: la invasión de las clases medias y altas por parte de la estética, los ímpetus y el atavismo migratorio de las clases más bajas, las cuales han desplazado y seguirán desplazando cultural y territorialmente a la sifrinería, desde un oeste cultural (y no necesariamente geográfico) hacia el este. Pero cuando esa invasión y ese empuje tienen su artillería más pesada en prácticas y elementos culturales del capitalismo (la buhonería, el reggaetón, el malandreo concebido como práctica gangsteril y no como dato de rebeldía) entonces vale preguntarse para qué coño sirve desplazar territorial y culturalmente a los sifrinos, si igual van a sustituirlos gente pobre, pero capitalista por impulso vesánico.

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Así que ya estamos invadidos. No sigamos esperando el portaaviones porque ese bicho está aquí instalado hace años y con sus anclas entronizadas, galvanizadas, petrificadas en las ciudades y en los cerebros del venezolano de las grandes ciudades y otros más de los campos. Vamos ahora al cuento de la guerra con Colombia.

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La Historia oficial nos ha acostumbrado (¡adoctrinado!) desde que somos República para que consideremos a la patria una verga superior. La Patria, según el cuento que nos han metido en el cerebro, es lo único superior a ese otro elemento ineluctable e insuperable: Simón Bolívar, de quien por cierto se dice que es su pae.
Bolívar es el padre de la patria, pero insultar a Bolívar no es tan grave como meterse con su hija. Un traidor a la patria merece la cárcel; meterse con Bolívar si acaso merecerá algún reproche moral. Con todo, prácticamente no hay un venezolano de a pie que no opine que Bolívar fue el hombre más heroico, más valiente, más inteligente, más infatigable, más universal, más arrecho; el de verbo inigualable, el de pensamiento más alto, el que nunca mentía, decía groserías o cometía errores; el que tenía el pipí, machete, paloma o güevo más grande, el que cuando no la ganaba la empataba. Quien opine algo distinto a eso pues simplemente le cae encima el calificativo de ignorante o loco, pero hasta ahí. Pero ¡ay verga!, si usted se mete con la patria...

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En el discurso estándar que se dice defensor de lo venezolano sobresale un postulado que quiere ser inconmovible: cuando Venezuela o su representación sale a fajarse en alguna arena de confrontación en el exterior, hay que estar con los nuestros. Así usted sea caraquista es de mal gusto que le vaya a Puerto Rico cuando enfrente al Magallanes. Así funcionó siempre. Pero en estos años, gracias a la sinceración de las posturas políticas, que en realidad y por sobre todas las cosas son profundamente clasistas, se ha desatado un fenómeno que relega a un segundo plano aquello de la patria: simplemente, el antichavismo (cuyo discurso y orientación originarios les pertenecen a las clases medias y altas) espera que Chávez diga A para proceder a decir Z. Si Chávez le mienta la madre a Uribe hay que estar con Uribe; si Chávez pone en órbita un satélite o se coge a una top model hay que buscar la forma de decir que eso es malo o que no es ninguna hazaña; si un programa del chavismo le salva la vida a miles de niños hay que obviar eso y afincarse a hablar de los niños que no se salvaron; si una carajita venezolana gana una medalla de bronce en las olimpiadas hay que hablar del fracaso del resto de la selección; El Nacional siempre consideró a Ramón Palomares un poeta de voz vigorosa y verbo luminoso, pero cuando se supo que es chavista entonces ahora dice que es un viejo marico sin talento para nada. ¿Magglio Ordóñez? Gran pelotero antes, güevón y traidor ahora. ¿Edwin Valero? Noqueador excelso, campeón mundial invicto ante cuyas peleas hay que paralizar las calles. Ah, el tipo se tatuó el rostro de Chávez en el pecho: fuentes que prefirieron conservar el anonimato aseguran que el boxeador le cayó a coñazos a la mamá. A Jorge tortoza lo mataron el 11 de abril y dos días después los periodistas de derecha instituyeron un premio con su nombre. Se descubrió que era chavista: ya no se hable más de Jorge Tortoza y el fulano premio pues láncenlo en los containers de mierda del olvido.

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Apéndice: al Abreu y a Dudamel los aplaude el enemigo porque reproducen una estética, un sistema y unos contenidos que le dan continuación a la sociedad que construyó el enemigo. La música que hacen las orquestas esas repiten y perpetúan el legado de una Europa que en su altiovez le ha impuesto a nuestros pueblos una noción de Cultura que nos humilla, nos desaparece y nos niega. Por eso tanta felicidad en Viena, San Francisco y Londres: miren qué bien nos imitan los monos estos. Miren cómo se vomitan en los tambores y se ponen en cuatro patas ante la batuta. Es el mismo síndrome que movía al antichavismo a respetar el "trabajo" de aquel Vielma Mora que reinaba en el Seniat: lo querían y admiraban porque hacía a la perfección algo a lo que el capitalismo y la derecha le rinden culto: la gerencia, el cobro de impuestos, la administración del capital. Y del lado de acá, montón de chavistas orgullosos de la labor de este bicho, así como hay chavistas que aplauden a Dudamel porque creen que su éxito personal es producto de la Revolución.

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Pare la oreja en Venezuela y diga si no escucha estos dos estribillos:
1) Patria: lo que diga Chávez.
2) Patria: lo que niega a Chávez.

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¿Y qué hay de la patria verdadera? ¿Y si hay más de una patria?
¿Existe o existió esa mierda alguna vez?

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Guerra con Colombia. Estalla la coñacera, plomo para allá y plomo para acá, los ejércitos se movilizan, los aviones rocían de plomo pueblos y ciudades; mariquerón, patá y kung-fú por donde quiera; el clarín de la patria suena y retumba en el cielo de nuestros libertadores la consigna:

SANGRE O MIERDA: VENCEREMOS

Saltan los adoradores de la patria a ponerte en el dilema: "Ajá, estalló el mierdero. ¿En qué bando estás tú?", tú sabes, esperando que uno se equivoque para joderlo o mandarlo a joder.
Mi respuesta: yo no tengo por qué meterme en una probable o eventual guerra entre dos ejércitos burgueses, defensores de dos Estados burgueses. Si mi patria es un asunto donde hay amos y esclavos, explotados y explotadores, entonces esa guerra no es conmigo ni con los míos. Esa patria no me pertenece, así que no tengo por qué defenderla. Si alguien considera que hay que matarse por una patria que al final va a seguir defendiendo negocios e intereses grupales pues que se maten esos mamagüevos por sus privilegios.
¿Significa eso que a la hora de los tiros iré a enconcharme? No, porque entonces será una ocasión estelar para desatar otra guerra. Nuestra guerra. La guerra clasista, la guerra social. Tal como en 1813-1814, cuando el lenguaje dominante nos imponía una presunta "guerra de independencia" donde eras realista o patriota, habrá que poner en juego el espíritu bovero que nos ubica en la realidad: la guerra que debe desvelarnos no es entre países o patrias o ejércitos o naciones sino entre dominados y privilegiados. Esa guerra no está por venir: ya comenzó. Cuando estalle esa coñaza y me pongan a escoger entre un maldito multimillonario venezolano y un campesino de Colombia, yo me cuadro con el colombiano. No me importa la nacionalidad ni la puta patria, me importa la redención de los pobres, la emancipación del hombre sometido a permanente vejación. Si llega a estallar esa coñaza mi trionchera no estará en la frontera sino en algún lugar desde donde mis armas puedan alcanzar a un rico o jalabolas de los ricos. No me verán en La Guajira sino en El Cafetal o en Las Mercedes. El enemigo está ahí. Y el enemigo del pueblo colombiano está allá, en las zonas exclusivas para blancos cachacos, políticos de alcurnia y narcotraficantes.

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Decía Coto Paúl en 1811:
¡La anarquía! Esa es la libertad, cuando para huir de la tiranía desata el cinto y desanuda la cabellera ondosa. ¡La anarquía! cuando los dioses de los débiles –la desconfianza y el pavor– la maldicen, yo caigo de rodillas a su presencia. ¡Señores! Que la anarquía con su antorcha de las furias en la mano, nos guíe al Congreso, para que su humo embriague a los facciosos del orden y le sigan por calles y plazas gritando ¡libertad! Para reanimar el Mar muerto del Congreso estamos aquí en la alta Montaña de la santa demagogia. ¡Cuando ésta haya destruido lo presente y espectros sangrientos hayan venido por nosotros, sobre el campo que haya labrado la guerra se alzará la libertad!

Ni más ni menos: ¿para qué reconstruir una patria, si la humanidad lo que espera es la destrucción de lo presente y la construcción de algo más justo y hermoso?

martes, 17 de noviembre de 2009

Gente hermosa, gente en Revolución

Ya antes he hablado de Los Cayapos. Resulta que uno de ellos se ha animado y acaba de poner en la red su propio blog (clic aquí).
Aparte, vengo de lanzarme una travesía por el país en compañía de unas locas deslumbrantemente bellas, y conocido a otra gente deslumbrantemente bella también. Uno es machista por formación, imitación y condicionamiento reflejo, así que no me sale natural decir que conocí a un hombre hermoso. Pero vaya, en ese viaje conocí a José Rondón. Si usted no conoce a ese señor usted no sabe qué es fuerza, qué es personalidad, qué es la Revolución y qué es impulso humano de evolución y grandeza. Conózcalo (aunque sea superficialmente) aquí:

José Rondón: La casa del hombre


jueves, 12 de noviembre de 2009

Todavía somos chavistas

Según las encuestadoras más implacables convertidas en fichas de propaganda contra el Gobierno, todavía la guerra sucia y los efectos de la crisis no logran que la empatía de nuestro pueblo con su presidente baje de 50 por ciento. Pero no hay que hacerse el pendejo ante la detección de rabias callejeras, de un descontento producto de situaciones reales, y otras exacerbadas o confeccionadas por los medios de la derecha. Pocas veces me he dedicado en este espacio a hablar desde mi condición de sujeto afecto a un Gobierno más imperfecto que el coño, pero el más apegado al pueblo que he conocido. Hago hoy una de las pocas excepciones en esa dirección, porque hoy Chávez y el chavismo militante se enfrentan a un momento difícil en su relación con las masas populares.



Los chavistas estamos sometidos permanentemente a los ataques de una maquinaria de propaganda y guerra de opinión pública en la cual el enemigo es experto, y nosotros unos pobres aprendices. El enemigo tiene más de medio siglo perfeccionando las artes de destruir la imagen del otro, y nosotros apenas unos pocos años experimentando con las formas alternas de comunicación, la guerrilla mediática y la democratización de las herramientas de la información. Muchos soportamos esos ataques, pero quien no sabe de militancia ni conoce el origen y esencia de esta guerra que vivimos hoy puede sucumbir a la desesperanza, a la desilusión y al pesimismo.

Estas son entonces mis razones para permanecer en esta acera de la historia, y no allá enfrente adonde van a parar los impresionables, los indecisos, los de convicciones frágiles y en general los cagones que creen que ser revolucionario es una fiesta consistente en vestirse de rojo y gozarse las riquezas del país. Pero también va a parar allá mucha gente honrada, humilde y honesta. Esa que hoy anda medio arrecha y que probablemente en unos meses vuelva a recuperar la fe en el proyecto, y no sólo en el Presidente.

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Si yo tuviera que defender al proyecto chavista a partir de los conceptos convencionales de una sociedad fatalmente condenada al capitalismo, mi dictamen tendría que ser adverso al proyecto que ha puesto Hugo Chávez en la mesa. Si yo quisiera que los hospitales funcionaran, que la gente fuera a misa los domingos, que la policía matara o encarcelara a los delincuentes (delincuente: sujeto que atenta contra la propiedad y la tranquilidad de la “gente de bien”), que los indigentes no se dejaran ver en las avenidas céntricas y lugares de esparcimiento de las clases medias y altas; si yo quisiera que los pobres respetáramos y consideráramos entidades superiores a los ricos, a los curas, a los militares, a los periodistas, a los gobernantes, a la gente que aparece en televisión y a los funcionarios públicos; si yo creyera que el mundo funciona bien pero que podemos mejorarlo ubicando a unos gerentes probadamente exitosos en cargos públicos estratégicos, o entregándole a unos empresarios el control de las funciones del Estado, y metiendo en la cárcel o matando a los comunistas; es decir: si yo quisiera que esta sociedad en estado de descomposición funcionara, yo sería de derecha. Sería antichavista. Votaría a favor de cualquier partido de los autodenominados “democráticos”. Estaría muy preocupado por los millones de dólares que el país produce o deja de producir, y porque a un multimillonario lo castigan o lo multan por promover golpes de Estado desde su televisora particular.

Pero a la sociedad venezolana no se le puede medir hoy con los mismos parámetros con que se mide a otros países. En Venezuela se han roto algunas condiciones que lo mantenían inmerso en cierta conveniente noción de “normalidad”, entendida esta como un estado de cosas en las cuales los esclavos estamos contentos de serlo, y por lo tanto los esclavistas viven tranquilos y ninguna turbulencia perturba las aguas donde navegan sus yates.

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En 1814 una horda enfurecida de miles de esclavos y sirvientes al mando de un asturiano llamado José Tomás Boves llegó a libertar a un pueblo oprimido. Como los liberados eran sirvientes y castas consideradas inferiores, la historiografía no lo registra como liberación sino como hecatombe. En aquel entonces, Boves emitió un bando según el cual los ricos mantuanos debían inclinarse en respetuosa reverencia cuando se toparan en la calle con un negro, pardo o zambo. Eso no era ni es “normal”: lo normal es que los negros y pobres nos inclinemos ante los blancos y poderosos.

Yo soy chavista porque, al igual que en 1814, los venezolanos estamos asistiendo a un proceso de destrucción de una “normalidad” embustera, tramposa e impuesta; una “normalidad” que considera ofensivo el que a un empresario lo cite la policía, la Fiscalía o el poder legislativo a una interpelación o a someterse a una investigación: los Estados burgueses sólo investigan a los pobres. Con Chávez en el poder las figuras de autoridad, comenzando por la propia figura presidencial, han recibido la bofetada que las ha rebajado a su condición humana más simple. Un cura, un militar, un periodista, un empresario, un multimillonario, un músico de renombre, ya no son abordados en las calles para ser alabados y glorificados y para que den autógrafos, sino para ser interpelados en su condición de ciudadanos comunes. Con el chavismo en el poder comenzó un sano proceso de humanización de lo que antes era santificado e idealizado: hoy sabemos que del Presidente para abajo todo el mundo fornica, defeca, llora de dolor o tristeza, tiene imperfecciones y debilidades.

Es verdad que todavía Chávez le hace muchas concesiones a la burguesía, que todavía los oprimidos lo somos y los poderosos son unos cuantos más. Es verdad que Chávez es bolivariano, aunque a ratos parece bovero o bovesista. Pero con Chávez, en Venezuela ha comenzado un proceso de desacralización de las jerarquías, paso esencial para la construcción de algo que le resultará muy anormal a los “normales” del momento: la democracia. Esa construcción que ha de ser algún día el Gobierno del Pueblo, y no un entresijo de postulados entre los cuales destaca aquel según el cual la empresa privada puede vejar al sujeto de la democracia, que es la gente pobre que necesita vender su fuerza de trabajo para sobrevivir en esta selva. Soy chavista porque Chávez ha catalizado con relativo éxito el proceso de destrucción de una sociedad que la humanidad debe abandonar urgentemente como opción.