martes, 20 de febrero de 2007

Tombos, crimen y seguridad

Nunca nos cansaremos de hablar del inacabable dolor de cabeza que representa la quiebra de los mecanismos tradicionales de seguridad ciudadana. Para los mercaderes de la represión ha sido fácil vender la conocida fórmula: ¿Hay más delincuencia? Pues saquemos a la calle más policías. La policía acaba con el crimen, reza una sentencia en la que casi todo el mundo cree a ciegas. Por fortuna para nuestra experiencia como país tratando de organizarse, pero para desgracia de muchos ciudadanos indefensos, los años 90 se encargaron de echar por las letrinas ese embuste abominable. Esa fue la década en la cual la descentralización propició la fundación de un cuerpo policial por cada municipio. La aparente paradoja resalta con una claridad que deslumbra: en los años 90 se multiplicó por varios miles la presencia policial en las calles, y sin embargo en esa misma década el crimen violento se disparó hacia arriba en espantosa carnicería. De 2.800 homicidios ocurridos en 1990 saltamos a más de 9 mil en 1994, el año más violento de la historia criminal venezolana. Y la paradoja es sólo aparente, porque a estas alturas ya deberíamos saber que el crimen no se combate con policía, y mucho menos con nuestros cuerpos policiales.

Quienes tienen más razones para no esperar nada de la o las policías se las han ingeniado para inventarse mecanismos de defensa que van desde los más (valga la redundancia) defensivos hasta los más audaces. Entre los primeros hay que mencionar las garitas, alcabalas, alambres electrificados y cuerpos de vigilancia ad hoc, partes inseparables del paisaje en muchas urbanizaciones de Caracas. Entre los segundos, preciso es detenerse en las experiencias que convirtieron en zonas liberadas a varios sectores dentro de los barrios populares, a finales de los 80 y principios de los 90.

La gente más vieja en el 23 de Enero suele recordar la figura de un sujeto que, con el musical nombre de Diógenes Caballero y el apodo de “El Hombre de la Chaqueta Negra”, se dedicó a entrompar a aquellos vagabundos que despuntaban como azotes, o que ya lo eran. Eran los años 60 y la prensa comenzó a convertir a este personaje en una especie de justiciero de película; el hombre contaba con el respaldo de decenas de vecinos de la zona Central, quienes acudían a los llamados de la gente de bien cuando los malandros apretaban. Iban, los sacaban de sus casas o sus guaridas, los coñaceaban bello y se los entregaban a la policía. Con el tiempo, El Hombre de la Chaqueta Negra convirtió su prestigio en instrumento para la militancia política. Todavía queda quien lo recuerde ahora como uno de los precursores del tradicional adeco cabillero.

Luego, en los 70, con el repliegue o rendición de las organizaciones de izquierda, las armas de la lucha revolucionaria encontraron nuevas funciones. De finales de esa década data el bautizo de los grupos organizados del 23 como “Tupamaros”, agrupaciones dispersas y más o menos caóticas de jóvenes que con igual ímpetu se fajaban con la Metropolitana para impedir que les allanara las casas y sacaban de las suyas a los malandros y distribuidores de drogas. La diferencia entre los “Tupas” y aquellas huestes de Diógenes Caballero era que éste le entregaba los hampones a la policía; los Tupamaros, en cambio, les lanzaban a los bichos un ultimátum: o se dejaban de eso y se incorporaban al trabajo comunitario, o se largaban del 23 de Enero o los amansaban a plomo. Con sangre se forjó la liberación de zonas como La Cañada, el barrio Sucre, La Piedrita y uno que otro bloque donde hoy gobierna la decencia a la bolivariana.

Todo indica que la mejor solución, incluso la que parece más cruel, es la que nace de las comunidades organizadas. En un tiempo en el cual decir “Estado ineficiente” es una reiteración, la democracia participativa y protagónica debe tener su oportunidad. Y esa oportunidad la tenemos aquí a la vista, en La Cañada: el antiguo módulo de la PM ahora le pertenece a la Coordinadora Simón Bolívar, que es lo mismo que decir que le pertenece a toda la comunidad. La Coordinadora es expresión de todo lo grande y justiciero que puede hacerse desde las bases, sin esperar regalos del Estado, o lo que es lo mismo, expresión de un pueblo despierto como nunca.

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